(Diario Página 12 – Por Luciana Bertoia)
Daniel Horacio Landeuix era de San Nicolás. A finales de 1972, terminó el secundario en el colegio Juan José de Urquiza y viajó hasta La Plata para inscribirse en la facultad de Ciencias Veterinarias. En abril de 1973, aprobó las últimas materias que le habían quedado pendientes del bachillerato e hizo el curso de orientación vocacional en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). En mayo de ese año, le envió una nota a mano —y con alguna falta de ortografía— al decano para que le permitiera cursar las materias de primer año. Avanzó en la carrera. Militó en la Federación Universitaria para la Revolución Nacional (FURN), en la Juventud Peronista y en Montoneros. El 6 de abril de 1976, se anotó para cursar cuarto año. Pero, al mes siguiente, se perdió todo rastro. Su familia lo buscó. Su mamá lo aguardaba cada fin de año con la esperanza de que el 1 de enero podría celebrarle su cumpleaños. Cuarenta y ocho años después, la justicia identificó sus restos y supo que fue víctima de un operativo montado por la inteligencia de la Armada.
Fueron muchos años de espera. El lunes finalmente, la familia de Daniel Horacio o “Traca” —como lo llamaban sus compañeros– pudo tener una cuota importante de verdad— de eso que tantos años habían esperado. El juez federal de La Plata Alejo Ramos Padilla citó a sus familiares —su cuñada y sus sobrinos— para informarles que habían reconstruido que el muchacho había sido asesinado en Villa Ballester, partido de San Martín, en 1977. Las piezas del rompecabezas se reunieron con un sinfín de aportes: la Unidad Fiscal, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), la UNLP, los que brindaron sus testimonios.
La historia de Daniel Horacio se vuelve borrosa cuando la represión recrudece. A finales de 1975, él fue a un casamiento a San Nicolás. Allí, su hermano le sugirió irse del país. La familia sabía que estaba marcado por su militancia. En noviembre de ese año, lo habían suspendido en la universidad: junto con otro compañero del Centro de Estudiantes de Ciencias Veterinarias para la Liberación Nacional habían firmado un reclamo sobre cómo se aprobaban las materias, que había encolerizado al decano «normalizador».
Para esa época, sus familiares se enteraron de que se había ido a vivir con su compañera a la zona de Ezpeleta y que había empezado a trabajar –bajo un nombre falso– en una embotelladora. Durante mucho tiempo se pensó que había sido asesinado en mayo de 1976.
En noviembre de 2011, su hermano presentó una denuncia en la justicia federal de San Nicolás. Al año siguiente, el juez Carlos Villafuerte Ruzo se declaró incompetente y envió el expediente al juzgado platense a cargo de Manuel Blanco. Después de unas averiguaciones, el caso terminó archivado.
Sin embargo, fue una declaración en el juicio de 1 y 60 la que permitió reabrir ese caso. La auxiliar fiscal Ana Oberlin escuchó la declaración de un grupo de militantes de la Juventud Universitaria Peronista de Veterinaria y ató cabos. En noviembre pasado, le pidió al juez Ramos Padilla que desarchivara la causa.
En el Juzgado Federal 1 de La Plata llamaron a declarar a compañeros de militancia de Daniel Horacio. Uno, el que había sido su responsable, contó que se había enterado de que Montoneros lo había mandado a militar a la Columna Norte. Otro compañero aportó más información: dijo que ese cambio de zona fue después del golpe del 24 de marzo y antes del 16 de mayo de 1976. ¿Por qué? Porque ellos habían hecho entonces una acción de propaganda en la cancha de Estudiantes de La Plata y Daniel Horacio no había participado.
Una información que aportó Guadalupe Godoy desde la UNLP –producto del trabajo del programa de reparación de legajos y de la dirección de Derechos Humanos de Veterinaria– sirvió para corroborar esa hipótesis. Al menos, hasta el 6 de abril de 1976 Daniel Horacio estaba en La Plata porque se había anotado ese día para cursar las materias de cuarto año.
Con esos datos, el juzgado le envió un oficio al EAAF. Carlos “Maco” Somigliana recordaba el sobrenombre de “Traca”. De esa forma, se pudo reconstruir algo de cómo siguió la historia de Daniel Horacio.
El 9 de noviembre de 1977, Pablo Carpintero Lobo –también militante montonero– había ido a una cita en la calle Chacabuco al 300 en Villa Ballester. Lo esperaba un grupo de tareas. La versión que logró reconstruir la mamá de Pablo fue que su hijo fue asesinado en el lugar. Por la información que recabó el EAAF, Daniel Horacio estaba con él.
Ese mismo día, el Servicio de Inteligencia Naval (SIN) sacó a Marcelo Reinhold de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde estaba secuestrado desde agosto de 1977. Lo llevó junto con Edgardo Omar Cigliutti. La salida de ambos fue intempestiva, declaró la sobreviviente Lila Pastoriza. El SIN manejaba su propio grupo de tareas. Dentro del campo de concentración de Avenida del Libertador, tenía su propio lugar para alojar detenidos-desaparecidos: era la llamada «capuchita» en el altillo del casino de oficiales.
El 10 de noviembre de 1977, el cuerpo de Reinhold apareció dentro de un auto en el kilómetro 34 de la Panamericana. Estaba con otras tres personas. El coche había sido dinamitado. Los cuerpos estaban muy destruidos. Solo dos de ellos eran identificables: el de Reinhold y otro más. Cuarenta y siete años después, se pudo concluir que el segundo cuerpo pertenecía a Daniel Horacio Landeuix. Los restos de Reinhold fueron enterrados en el cementerio de Grand Bourg, por lo que el juzgado entendió que los de Daniel Horacio también estaban allí.
Todo indica que el SIN apuró el «traslado» de Reinhold y Cigliutti porque debía deshacerse de los cuerpos de Daniel Horacio y de Pablo Carpintero –que habían sido asesinados en Villa Ballester. Ésa es la hipótesis del juzgado de Ramos Padilla. Sin embargo, por el estado en que se habían hallado los otros cadáveres, no se pudo tomar medidas para su posterior identificación.
“Es posible concluir que Daniel Horacio Landeuix fue víctima de delitos que pueden calificarse como de lesa humanidad, cometidos en nuestro país de forma masiva y sistemática durante la última dictadura cívico-militar», escribió Ramos Padilla en la resolución a la que accedió Página/12.
«Este tipo de delitos implican la obligación del Estado de investigar, perseguir y castigar, así como también de revelar a las víctimas, a sus familiares y a la sociedad en su conjunto todas las circunstancias de comisión de esos crímenes que pudieran probarse y conocerse con certeza, incluyendo la identidad de los perpetradores e instigadores. Todo ello se deriva del derecho a la verdad y se torna relevante en estos procesos por su dimensión reparadora”, concluyó el juez.